Queridos amigos, permítanme que los invite a sentarse, a tomar un respiro. He notado en sus ojos la misma inquietud que en algún momento también he tenido yo. Es la pregunta que resuena en el alma de todo buscador: ¿Hacia dónde voy?

Muchos años atrás, un sabio me enseñó una verdad profunda, una que transformó mi andar para siempre. Me dijo que la vida es como una carrera, pero que la mayoría corre sin tener un destino. Y así, como el apóstol Pablo nos lo recordaba, es un esfuerzo sin sentido. ¿Qué es correr sin una meta? Es deambular sin rumbo, es agitar los puños al aire, sin un propósito claro. Es vivir solo por vivir, sin la plena satisfacción de una vida con sentido.

Cuando uno corre sin una meta, el cansancio llega, pero no trae consigo la recompensa del logro. El tiempo pasa y no hay aprendizaje, solo desgaste. En cambio, cuando tú fijas una meta, tomas las riendas de tu vida. Te conviertes en el capitán de tu propio navío. La vida deja de ser algo que te sucede, para convertirse en algo que tú construyes. La meta te da un faro que ilumina tu camino, te permite saber si cada paso te acerca o te aleja de tu destino. Ya sea una meta espiritual, intelectual, social o de cualquier otro tipo, tenerla es lo que te permite organizar tus recursos, administrar tu tiempo y sentir la profunda satisfacción de llegar a ese lugar que has anhelado. Porque, como los atletas que corren por un premio pasajero, nosotros también corremos, pero por una recompensa que dura para siempre.


Pero la carrera no es fácil, queridos míos. Hay otro desafío que debemos enfrentar. Muchos de nosotros nos sentimos frustrados, cansados, como si estuviéramos perdiendo la pelea. Y es que, la mayoría de las veces, no hemos identificado a nuestro verdadero adversario. Por eso, el apóstol Pablo nos dice que no debemos dar golpes al aire. Debemos conocer y dominar a nuestro oponente, que somos nosotros mismos. Sí, el cuerpo y sus deseos.

A menudo escuchamos la frase “al cuerpo lo que pida”, pero yo les digo con toda la experiencia de mi vida, no lo hagan. Porque son nuestros propios deseos los que nos arrastran y nos seducen, y cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado, y el pecado, la muerte. La avaricia, los malos deseos, la impureza, son como parásitos que se alimentan de nuestra energía. La única forma de matarlos, de hacerlos morir, es dejar de alimentarlos. Es un proceso de autonegación, de disciplina, de voltear la mirada hacia lo que verdaderamente importa.


Y es aquí, en medio de la lucha, donde encontramos el tercer y más crucial secreto: fijar la mirada en la recompensa.

Moisés pudo disfrutar de los placeres efímeros de Egipto, pero renunció a ellos. ¿Por qué? Porque tenía su mirada puesta en una recompensa mucho mayor. Jesús, nuestro máximo ejemplo, soportó la vergüenza de la cruz y el dolor de la tortura. ¿Por qué? Porque su mirada estaba fija en el gozo que le esperaba.

El premio de la carrera es lo que nos da la fuerza para correr, para luchar. No es algo que se gana con el simple hecho de existir, sino que se obtiene al terminar la carrera con honor y dignidad.

Así que, mis queridos amigos, recuerden estas tres lecciones. Persigan una meta, no corran sin sentido. Conozcan y dominen a su adversario, dejen de luchar contra el aire. Y sobre todas las cosas, fijen su mirada en la recompensa, en ese premio que nos espera. Y ahora les pregunto, ¿están listos para comenzar la carrera de su vida?

Ricardo Vázquez